Con el tiempo se arregla todo.
A estas alturas, ya no sé si es el tiempo el que todo lo cura o el que te da alas para seguir volando. El que un día, después de tanto y tan poco, te vuelve a regalar una brizna de ilusión de la que ir viviendo, de la que ir tirando hasta fin de mes, a la que aferrarse para no perder la ilusión ni el humor, que, desconozco el orden, son lo último que se pierde y debe perder.
Esa electricidad que nos vuelve a poner los pelos de punta y el alma en los labios. Ese brillo en otros ojos, nunca los mismos, nunca la misma intensidad, pero igualmente bellos, en otra frecuencia, pero también en otras circunstancias.
Después de todo, la tentación de las rebajas de invierno, de dejar de creer en la magia y sus rincones, de dejar de buscar andenes de los que parten trenes que quizá no nos lleven a ninguna parte, pero nos hagan disfrutar del camino, nos hace dudar.
Poner preguntas sobre una mesa llena de faroles y trampas del destino. Sin saber siquiera si encontraremos las respuestas, sin ninguna certeza más allá que una sístole que nos obliga a tomar decisiones. Antes de que la diástole diga lo contrario y sea tarde.
Milésimas de segundo que pueden marcar toda una vida, instantes que nos hacen vibrar por y para siempre.